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La lucha perpetua (sobre la obra de Paloma Gómez)



“Oh querida esperanza, 

También nosotros aquel día,

Sabremos que eres la vida y la nada”

Cesare Pavese



Cuando contemplé por primera vez los cuadros de Paloma Gómez, se me vino a la cabeza una reflexión que el crítico literario Harold Bloom realiza a propósito del escritor en general. Bloom afirma que un artista, cualquiera sea la época en la que le toca vivir –y quizá esto sea más pertinente aún para la nuestra-, tiene dos opciones a elegir respecto de su tradición: o es lo suficientemente débil para dejarse aplastar por ella, lo que este autor denomina dejarse devorar por la “angustia de las influencias”, o la enfrenta, y en base a ese desafío lanzado a la cara de sus antecesores, es capaz de cotejar y pulir sus propias innovaciones las que son, a la postre, las que lo harán único en grado suficiente como para encontrar un lugar, por humilde que sea, en el museo inaprensible del tiempo. 

En este sentido, influencia no debe entenderse en su acepción convencional, la que la comprende irrevocablemente en un sentido pasivo. Como lo señala agudamente el historiador del arte Michael Baxandall, es el artista quien hace a sus precursores. Éste elige no sólo a sus maestros, sino también cómo los lee; en otras palabras, escoge sólo algunos problemas del abanico total de ellos que pueden plantear uno o varios predecesores según sus propios intereses, lo que servirá para que, con el correr de los años, termine configurando su personal campo de trabajo. 

De este modo, no sólo es inevitable instalar la relación con la tradición como problema, sino que es necesario. El trabajo de Paloma Gómez remite, quiéralo o no, a toda una historia de la pintura  de la Universidad de Chile, que como sabemos, antes de ser Facultad fue la Academia de Bellas Artes. Su pintura está atravesada por los hitos fundadores de dicha enseñanza; cada una de sus pinceladas contiene tanto a los contemporáneos Balmes y Barrios, como por medio de ellos a Burchard, y más remotamente –y espiritualmente quizás-, a González.

Sin embargo, la lección más idónea pareciera extraerse de los dos primeros, en cuanto en ambos, aun desde un tratamiento y pretensiones diferentes, existe esa combinación de elementos gráficos figurativos –y en ocasiones objetuales- con la mancha, resabio sin duda de la gestualidad característica de sus años informalistas. Si bien hay que distinguir la vocación más matérica de Balmes frente a la más figurativa de Barrios, lo cierto es que la obra de Gómez apela a ambos, aunque con una mayor contención y tal vez aspirando menos a una pulsión expresionista que a un cierto refinamiento. Este último lo entiendo desde la perspectiva de que en sus telas, ante todo, confluye una reflexión –no desprovista de cierta emotividad- acerca del ejercicio mismo del pintor, empezando por meditar en torno a los recursos que le son propios. En este sentido, dibujo y color son la base de toda una concepción Occidental sobre la enseñanza de la pintura. Por tanto, si bien comparte con estos “padres” el interés por cierta retórica de la figuración, es de notar también su distancia en cuanto no pareciera ser aquí la contingencia –tal como la entendió en su momento el Grupo Signo- el móvil de dicha inclusión. 

El que la contingencia, social o política, no sea en este caso la prioridad no implica de antemano que no exista una preocupación por el mensaje de la obra, en el sentido romántico del término. En Balmes o Barrios, por cierto, hay que pensar en todo un contexto histórico que fue, a fin de cuentas, el que determinó una transformación radical de la sociedad chilena, además de serlo en el campo específico de las artes plásticas. Pero en el caso de Paloma Gómez, nos hallamos en un recodo de la historia en el cual la relación del artista con su entorno social es más complejo, y también más restringido. Lo cual, si bien limita sus posibilidades de comunicación al circuito artístico, tiene como contrapartida permitir –y hasta cierto punto, exigir- un trabajo más acucioso respecto del propio quehacer. En mi opinión, nuestra artista es una exponente de esta última actitud. 

Por otra parte, y no limitándome exclusivamente  a la tradición informalista nacional, no puedo evitar pensar, en especial contemplando las telas en formato vertical, en la pintura tradicional china, que gusta de utilizar la aguada para estructurar espacio; espacio que respeta invariablemente la bidimensionalidad del soporte. Esas montañas perdidas en la niebla de la tela cruda, esas cascadas reventando inexorablemente en el vacío, fueron parte de la mejor enseñanza que Occidente haya extraído jamás, de la mano de un Degas o un Van Gogh, de sus vecinos del hemisferio Este. La pintura de vanguardia es inconcebible sin la lección del grabado japonés, la que cobran relevancia los valores plásticos por sí mismos, y donde encontraría asidero el impresionismo para superar definitivamente la crisis producto de la competencia fotográfica. Y no hay que olvidar, en pleno s. XX, el valor de la caligrafía oriental recuperado en el informalismo europeo. De ahora en adelante, en la mente del artista sólo habrá lugar para dos dimensiones: ancho y largo. Y sólo a la mano su intrínseca propiedad: el color. No obstante, este triunfo del color es, para la posteridad, obra de la poética de lo pintoresco del s. XVIII, que nutriría a través de la vertiente paisajista en el primer tercio del XIX al Romanticismo. Y por cierto, el contrincante vencido en esa dura contienda no podía ser otro que el dibujo, en un episodio notable de los anales de la Historia del Arte conocido como la querella de los Antiguos y los Modernos. 

En el s. XVII, a pocas décadas de haberse fundado la Academia Real (de pintura y escultura) bajo el reinado de Luis XIV, que perseguía homogeneizar bajo una enseñanza oficial un arte servil al Régimen Absolutista, se establece en su seno la disputa que enfrentará dos posiciones antagónicas en las figuras de Charles Le Brun y Roger De Piles. El primero defendía la supremacía del color porque éste suponía una actividad de tipo intelectual e imitaba lo real, mientras que el color reposaba en lo accidental, lo que tiñe tales reparos de un  sesgo racionalista. Por el contrario, el segundo sostenía que la pintura debía engañar a la vista, para lo cual resultaba más apropiado el color que el dibujo, y como además aquél afectaba también a los sentimientos, la pintura colorista podía ser comprensible por todos en oposición a la  que privilegiaba el dibujo, que se mostraba asequible sólo a una minoría. Este enfrentamiento opondría como polos opuestos los paradigmas representados por Poussin y Rubens a fines del mismo siglo. 

Algo que podría definirse como un eco de esa contienda se establece en el campo de batalla de las telas de Paloma Gómez. El trazo figurativo es autónomo de la aguada y de la mancha, y entra en relaciones conflictivas con ellas. Los dibujos fragmentarios de figuras humanas, avasallados por el chorreo o un manchismo metódico, ponen en evidencia el verdadero foco de atención subyacente en dicha polaridad: un diálogo con la tradición. Diálogo que con demasiada ligereza es eludido, e inclusive omitido, por mal auto comprendidos “artistas adolescentes”, si nos permitimos parafrasear perversamente a Joyce. He aquí una última distancia respecto de sus antecesores, en particular de Gracia Barrios y su recurso a la silueta, la sombra del individuo anónimo o la efigie ausente: el uso de la representación del cuerpo. La proximidad de los retazos de Paloma Gómez al croquis sean estos torsos, recortes de piernas o brazos, aluden en primer término a la artesanía misma de construcción de un cuadro. Pero, sin duda, a partir de la situación inédita a que este proceso es sometido en su obra, más bien dan la impresión de anclarse precisamente en la tela a nombre de su autonomía formal. Recordemos, de paso, que es también en el proceso global de la pintura moderna que, lo que anteriormente eran considerados meros apuntes –desde una perspectiva clásica- adquieren carta de ciudadanía como auténticas obras terminadas. Y, ya que hice mención de González como “El” antepasado de cierta tradición local en pintura, sería pertinente anotar que una de las críticas contemporáneas más recurrentes hacia su obra consistía precisamente en rebajar sus telas a simples “bocetos”, como si el destinatario de tal acusación fuese un principiante irresponsable.

En un momento como el actual, donde sería particularmente fácil para los artistas, dada la fluidez de las comunicaciones, caer presa de adopciones más o menos repentinas y antojadizas, ya sea de triunfadores de bienales internacionales o de propuestas prematuramente consagradas, una interpelación semejante a la propia tradición es algo más que expresión de una ética mínima para con la propia obra. Es, ante todo, la búsqueda de un lenguaje propio, la actitud más genuina de la vanguardia que, a pesar de mostrarse  frecuentemente como una ruptura con su pasado, siempre aspiró a ser duradera “como el arte de los museos”. Y ese gesto, no es otro que la lucha perpetua que define el mejor sustrato del arte moderno.

Luis Felipe Cortés Cuevas, Noviembre 2003



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